Buen Camino: Mi Camino de Santiago
- Rita César
- 19 sept 2016
- 18 Min. de lectura

Regreso a mi casa luego de un día de trabajo. Siguen mis ideas de hacer el Camino de Santiago desde hace algún tiempo, pero ¿Qué me detiene?
Conduzco por unos minutos, escucho en la radio que hablan de meditación e introspección, y de alguien que acaba de hacer el camino. Entonces, ¿Esta es la señal? Llego a mi casa y luego de hurgar un tiempo en las páginas de líneas aéreas me consigo con una promoción; busco mi tarjeta y listo, pasaje comprado. Ya lo que me resta es pensar en el viaje y planificar la ruta que voy a hacer.
Confieso que busqué empresas que facilitan el trayecto y los hostales, y a la final me dije: pues lo mejor es como se presenten las cosas; no tengo nada que perder. No mencioné nada a ninguna persona ya que quería hacer mi camino en soledad, encontrándome conmigo misma; acallando mis pensamientos.
Antes del viaje planifiqué mis traslados y los días en que quería salir y llegar a tal sitio. No disponía de muchos días, así que tenía que distribuir bien mí tiempo.
Llega el día del viaje. Me dirijo al aeropuerto y tomo mi vuelo a Madrid. Llego al día siguiente, pero antes quiero visitar a una gran amiga que no veo desde hace mucho tiempo. Tomo el tren y me dirijo a Ciudad Real donde me consigo con ella. Rápidamente me llevó a comprar los enseres que necesitaba (mochila, bastones, impermeable, zapatos y pantalones de excursión). ¿Te falta algo? -me dice -, bueno, creo que no – respondo- . Salimos a tomarnos algo y hablar un poco de mis ideas y sobre lo que estaba haciendo; luego ella tenía que ir a trabajar y me dejaría en su casa con sus padres.
¿Vas a descansar un rato? – Pregunta- ¡Noo!! ... Vine para compartir con ustedes y no voy a desperdiciarlo; yo dormí en el avión, luego tendré tiempo para ello.
Al día siguiente me regreso a Madrid para luego tomar el tren e iniciar el Camino Primitivo, pero antes me consigo con otra amiga en Atocha para compartir un momento. Veo el reloj, ansiosa para no perder el tren, casi llega la hora y le digo que me tengo que ir. Nos despedimos y cuando voy a buscar el boleto veo que estoy en la estación errada... ¡Guao! y ¿Ahora? … ¿Me dará tiempo? Salgo corriendo para ver si consigo llegar a la hora a Chamartín... veo el reloj… no, ¡listo!... voy a cambiar el boleto para la siguiente salida. Como parte del viaje decidí que las cosas fluyan, así que aprovecho y comparto más tiempo con mi amiga que, al igual que yo, salió corriendo de la estación de Atocha,
Llega la hora, me subo al tren e inicio la ruta hacia Lugo. Estimo llegar a las 9:45pm, pero antes llamo por teléfono para avisar a los padres de una amiga de la infancia que voy a llegar más tarde de lo previsto a pernoctar esa noche. Me contesta la señora: ¡Hija! aquí te esperaré con una ternera y una champaña. ¡Dios mío! – Pienso- de verdad muchas gracias; en breve nos vemos.
Al llegar a Lugo, pido un taxi y me dirijo a su casa, donde soy recibida por la pareja como en los tiempos de mi infancia, con una cena grandiosa en la que discurrimos momentos de añoranza desde que tenía 9 años de edad. Mucho tiempo, pero ¿Realmente el tiempo existe de la forma como lo conocemos? –me pregunto-
Llega la mañana siguiente, tomo mis cosas para alistarme. Salgo al comedor y consigo que tengo el desayuno preparado. La verdad no se hubiese molestado con tanto –le digo a la señora-. ¡No te preocupes!, -me contesta- que ahora yo también te voy a acompañar a la Catedral para que te den la credencial inicial. Quisiera hablar con la persona y saber qué tan seguro es el camino; sabes – continua- que hace poco hubo un percance y quiero estar segura que todo estará bien. No se inquiete –respondo- yo estoy segura que caminaré sin ningún contratiempo.

Salimos y esperamos el Bus que nos llevaría a la Catedral de Lugo. Al llegar allá nos recibió una persona (dedicada a la atención a los peregrinos) que me selló el “pasaporte” y habló con la madre de mi amiga, calmándola y dándonos unas estampitas de Jesús y la Santísima Trinidad. Me indicó que para que el pasaporte sea válido al llegar a Santiago debe estar sellado al menos 2 veces por día. Que habrían lugares a lo largo del trayecto donde lo podrían timbrar (bares, iglesias, restaurantes, entre otros).
Me dirijo a la salida de la Catedral, caminamos unos metros, me despido y, una vez más, le aseguro que estaré bien.
Tomo mi mochila e inicio el camino. Tengo mucho desconcierto con lo que me voy a conseguir. Ya tenía unos meses ejercitándome y caminando unos 30km semanales, pero realmente ¿sería suficiente?, no lo sé... Veremos cómo trascurre todo.
Paisajes hermosos, puentes que se abren en el camino sobre ríos caudalosos, cuyas márgenes están atestadas de saúcos. Un cielo azul impresionante.
La gente me ve caminar como a cualquier otro; no hay extrañeza debido a que todos los días transitan peregrinos por la ruta. Miro al frente, una subida. Me dispongo a tomar la cuesta, rodeada de casas antiguas y hortensias. Inmenso verdor que acompaña un viento templado que refresca los inicios de un sudor sucinto que corre por mi espalda.
Pero no consigo a ningún peregrino... bueno, imagino que por la hora ya todos pasaron mucho antes por aquí. Pasan los kilómetros y llego a una encrucijada con un letrero escueto que indica que debo ir a la izquierda, pero no veo avisos que indiquen que estoy en el camino correcto. ¿Será que es por aquí? –me pregunto-. Pero en vez de ir a la izquierda sigo derecho, me volteo y el adverso del letrero indica que es a la derecha. ¿Entonces? … ¡Calma!! … vamos a seguir la intuición, pero antes me voy a meter por esa ruta para ver cómo está. Retrocedo y me dirijo al camino que se indicaba. Me consigo con solo vegetación y ni rastro de pisadas. Me devuelvo. ¡No!!... el camino es hacia adelante –afirmo-.
Efectivamente, sigo enfrente… cerca de un kilómetro me consigo con un “mojón” con la concha distintiva del Camino. ¡Ah!, sí; es por aquí – respiro-.
A unos pocos metros un señor de unos 60 años se alista a acompañarme; me habla de su historia personal como jubilado y de sus ganas de hacer el camino. Llegamos a la esquina, en los límites de una casa enmarcada por una cerca de alambre de púas, se despide: “buen Camino”. Prosigo el sendero cruzándome con habitantes de la zona que amablemente repiten la frase “buen camino”. Recuerdo la época del liceo y mis vecinos gallegos, con su acento tan peculiar.
A lo largo veo acercándose hacia mí una chica, con pantalones de jean, camisa blanca y cargando un recipiente entre sus manos; se sonríe al verme. Continúo la travesía, siempre fijándome en las señales. Más adelante, como a unos 2km la misma chica con la misma vestimenta, en la misma dirección. ¿Qué es esto? ¿Será que estoy viendo bien!? ¡Está repetida!!.
Subo otra cuesta, viendo en mis manos una guía que había impreso de Internet que indicaba la próxima población. Allí había un Bar y ya había dispuesto que al llegar iba a tomar mi almuerzo.
Empieza a lloviznar, me coloco el poncho. Las sutiles gotas se convierten en aguacero. Logro llegar al bar, pido un café con leche y pan con tortilla española. Me deleito con los sabores. Descanso unos minutos y me apresuro a salir. No quiero llegar tarde al albergue.
Reanudo la caminata, de repente, una aviso que el próximo trayecto sería un sendero entre la espesura. ¿Será otro aviso confuso?... sin embargo, continuo y a los 200 Mts. consigo una de las señales del Camino de Santiago. ¡Sí!, voy bien. Entre la vegetación espesa, las piedras y el follaje, se inicia nuevamente una llovizna tenue; la vegetación parece agradecer el agua que cae. Tras mis pisadas, se escucha el chapotear del agua. Tengo cuidado de no caerme; una lesión en esta soledad sería un desacierto. Ninguna persona a mí alrededor, solo la naturaleza y yo.
Salgo de la senda, me consigo con una calle que la atraviesa y cero avisos. Una casa enfrente, con la ventana medio abierta; se escucha el mugir de las vacas. Me acerco, veo una señora con el traje de la faena del día y le pregunto por dónde debo seguir, me indica una dirección a la izquierda de su casa. La tomo y a 200mts más adelante una señal erguida por un camino lleno de charcos mezclados con tierra; un olor a lluvia que despierta los sentidos. Esquivar los barrizales se hace difícil, aunque los sotos que contornean el trayecto me ayudan trepar. Evito mojarme los pies.
Luego de casi 20km llego a San Román da Retorta donde voy a pernoctar. Pregunto en el primer bar que me consigo, dónde están los albergues. No se preocupe, –me responde una señora muy amable- tome a la izquierda y a pocos metros los verá. Camino por esa calle, pasa 1km y aun no veo nada. Este es el momento donde los metros se convierten en kilómetros; quiero llegar.
Me recibe afanosamente el encargado de la posada O Cándido, una persona muy atenta. Me comenta que queda una habitación de 2 camas. ¡Excelente!, es perfecta –expreso-. Dejo mis cosas y me dispongo a tomar la cena, que para esa hora acostumbro sea ligera. Me sirve pan y una ensalada de lechugas, jamón serrano y aceitunas; una copa de vino. ¡Comida de Dioses!
¡Por fin veo peregrinos!, aunque no tantos; éramos unos 20 de diferentes nacionalidades. Se me acerca un hombre con acento español de unos 70 años y empezamos a hablar sobre lo que nos motivaba a estar allí; sobre lo que representaba el estar solos en esa caminata. Luego de la cena, me dispongo a bañarme, a lavar mi camisa y mi ropa interior. Extiendo la ropa afuera en unos cordeles que habían dispuesto para ello. Luego de una hora, empieza a llover de nuevo y me apresuro a recogerla y llevarla a la habitación, para que con suerte se secara para el día siguiente.
Mi mente acostumbrada a no dejar de pensar. El estrés de la cotidianidad se había aquietado. No había computadores, ni redes sociales; ni reuniones interminables de asuntos que se acordaban de una manera y finalmente se hacían de otra. Las personas somos complicadas, más aun cuando la falta de simpleza enmarca a una sociedad que compite por el Ego.
Nuevo amanecer; son las 6am y me alisto. El posadero deja preparados panes, tostadas y café. Las personas se sirven, dejando para los próximos caminantes sus porciones, denotando un gran respeto por el otro.
Inicio la caminata bajo una neblina espesa y un frío arremetedor. Camino por unos 2 km. Paso por una casa donde escucho el ladrar de unos perros, que luego salen a mi encuentro. No les miro y continúo caminando, ellos detrás de mi ladrándome y yo sin ver hasta ese momento señal alguna del camino. Veo las luces de un carro a lo lejos, hago señas para que se pare y preguntarle si voy en la vía correcta. ¡No!, usted dejó atrás el camino –responde- debe devolverse y estar pendiente de las flechas amarillas. ¿Flechas Amarillas!? Yo no las vi por ningún lado –pienso-; ok, me devuelvo teniendo cuidado con las flechas que la persona me indicaba y de los perros que me los conseguiría de nuevo.
Veo la primera flecha... ¡Ah! ¿Esta es la flecha!? Una saeta a medio pintar en el pavimento. Ahora sí, sigo por aquí. Inicio un paso apresurado para tratar de aprovechar el tiempo por mi extravío. Me consigo con un peregrino de Italia que me dice: piano, piano, si va lontano. Tiene toda la razón; voy a aminorar los pasos.
Se yergue un bosque de eucaliptos y vastos prados a mi andar; flechas amarillas de diferentes tamaños en las piedras y en los árboles, parecían ser hechas por algún peregrino que se había extraviado antes. Un imponente paisaje montañoso. Saco mis bastones para emprender la cuesta de piedras, llena de afluentes de agua producto de los chubascos. El sol emerge entre los árboles, el frío empieza a aplacarse y la niebla va desplazándose. Brezo, eucaliptos y el sempiterno tojo envuelven la tachuela. Brisa fresca de la mañana y un olor a flores silvestres.
Luego que me conseguí al italiano, estuve un largo trayecto sin ver a ningún peregrino.

Pasé en diferentes pueblos cuyas casas parecían hechas con los mismos materiales de piedra y arcilla sobre un monte bajo de aliagas y brezo. Sin personas que salieran a mi paso; con pocos vehículos en las calles. La tranquilidad reinaba por todos lados. Trinar de pájaros, mugir de vacas, balido de ovejas. Terrenos cultivados y olor a estiércol.
Nuevas ensenadas se abren a mi paso; un puente sobre un río que corre frondoso y lleno de sonidos. Miro a la izquierda, veo la inmensidad de la naturaleza. Me disperso por un instante en esa grandeza; pierdo la flecha, sigo a la izquierda cuando debería haber tomado la derecha. En estos momentos ya no importaba el extravío y regreso al punto inicial para retomar de nuevo la vía.
Cruzo por veredas de casas de piedra, con ancianos en los jardines arreglando sus flores y unos pocos aldeanos realizando sus labores cotidianas.
Llegan las 12m; ¡Ya tengo hambre!; tomo de mi mochila una fruta y galletas hasta seguir hasta mi próxima parada que sería en Casacamiño.

Me consigo con un grupo de portugueses que habían arrancado antes que yo y coincidimos en el sitio para almorzar, un conjunto de edificios de piedra de varios cientos de años de antigüedad, restaurados con esmero para crear un lugar tranquilo, de descanso y muy confortable. Dejamos nuestros avíos en la puerta del lugar y nos disponemos a comer. Como siempre, la respectiva copa de vino; brindamos y hablamos sobre los varios caminos que ya habían realizado y que éste era el cuarto para ellos.
Me preparo para iniciar el trayecto; me despido. Tomo un nuevo sendero; arbustos de hojarasca amarilla irrumpen el paisaje. A mi derecha una montaña rocosa y a lo lejos se empieza a ver un poblado. Sigue la quietud y el silencio. Las casas parecen abandonadas, pero estoy segura que debe haber habitantes. La costumbre al bullicio hace que esa situación sea extraña, aunque maravillosa.
Siento que la mochila empieza a pesar más y me la acomodo varias veces. Esta noche quiero llegar a Melide, una ola en la inmensidad del océano jacobeo que es el Camino Francés.
Veo a lo lejos un grupo de casas; más bien un poblado más grande que los anteriores. Los portugueses me habían recomendado un albergue en Melide (San Antón) y me dirijo a él.
Cruzo las calles asfaltadas, con grandes ansias de llegar a acomodarme. Paso por el edificio del Ayuntamiento del siglo XVIII y la capilla de San Antonio y llego al albergue, pregunto por un lugar disponible y la respuesta es que estamos llenos. ¡Debe haber otro sitio! –razono-, el camino te da lo que necesitas. Le pregunto por otro lugar donde quedarme y menciona un albergue a pocos metros. Me dirijo en esa dirección y al preguntarle al encargado, me comenta: ¡Sí!, solo que queda una habitación individual disponible; ¡aahh!!... el camino es para que esté sola realmente –pienso-; deme la habitación, por favor. Ya en estos momentos quería reposar y tomar un baño, aunque luego me pondría los mismos pantalones y la camisa a medio secar del día anterior.
Luego de tomar una ducha, me alisto para ir a un supermercado y comprar mi cena y el desayuno del día siguiente. Paseo por las calles, veo las vitrinas de las tiendas; zapatos, carteras, productos de higiene personal, en fin, no logro engancharme con nada, el consumismo se quedó antes de iniciar el camino.
Me devuelvo al albergue, ceno y dejo una porción para el desayuno. El sueño me vence.
Me despierto, no hace falta despertador. Me asomo por la ventana para determinar cómo está el clima de hoy; son las 6am. Acomodo las cosas en la mochila e incorporo unas frutas. Desde acá la afluencia de peregrinos es mayor, así que debo apresurarme para salir.
Transito en el sentido en que me llevan las señales; efectivamente, peregrinos por dondequiera.
Al cruzar hacia el sendero, donde debía iniciar el día, me detengo en una tienda a comprar un pañuelo/bufanda. Con ello me protegería del frío que ya había pasado y que me tenían los labios agrietados.
Nueva caminata en un trayecto diferente, con más peregrinos. El silencio es una forma de hablar entre nosotros; la alegría y la satisfacción colman las expresiones de los caminantes. Aunque hubo momentos en que se denotaban discusiones o mal humor, esa no era la regla.
El dolor en las piernas, pies cansados y hasta lesiones, son un elemento común entre muchos de los que hacemos el camino.
Me consigo con personas que superan los 70 años, con ansias de vivir y de emprender nuevos rumbos. Conversar sobre sus motivos y sobre lo que representaba para ellos esta travesía, no solo me impresiona sino me enorgullece como ser humano, pues la fortaleza no está en la edad sino en las ganas.

Discurrimos un buen tramo, hasta Arzúa. Al llegar, un puente de piedra nos da la bienvenida. Casas con bellos porches.
Me dispongo a almorzar en un restaurante cercano. Pido una ensalada y jamón serrano, junto a la acostumbrada copa de vino y el delicioso pan. Me descalzo, masajeo mis pies; siempre cuidando que no se humedezcan para no tener ampollas. Descanso una media hora, deleitándome con el pasar de los peregrinos a lo lejos, teniendo como fondo la belleza del paisaje y las flores que hacen brillar los rincones.
Los olores de la naturaleza a veces se opacan por el humo del cigarro. ¡Si!, cigarro. Por increíble que parezca en medio de este devenir natural, varios fumadores. Imagino que los pulmones no saben qué hacer entre la sensación de aire puro y el tizne del tabaco.
Me levanto, pago la cuenta. ¡Buen Camino!
Casas, pensiones, edificios de pocos pisos. Empiezan otra vez las bajadas. Mi rodilla derecha empieza a sufrir los embates de los descensos. Mi meta es llegar hasta O Pedrouzo, donde buscaré un sitio para quedarme; aunque con esa cantidad de peregrinos no puedo detener mucho el paso.
Empieza a llover de nuevo; las precipitaciones son frecuentes e intensas. Una fronda inmensa surge a nuestros pies. Pozas de agua por todos lados, difíciles de esquivar. Me subo a los matorrales a los lados del camino para no mojar los pies y poder pasar ilesa. Bordeo los senderos junto a los demás caminantes. Mi rodilla empieza a dolerme más; mis pasos se empiezan a aminorar y camino con cierta dificultad. Busco en mi guía impresa las próximas poblaciones. Quiero caminar lo más que pueda, pero no puedo abusar.
Veo en el papel un poblado llamado Salceda; prendo mi teléfono móvil y busco en internet un albergue. Llamo a varios que aparecen; no hay disponibilidad. A unos 200mts delante de mí, un Bar. Me detengo a tomar un café. En la barra un papel con publicidad de un albergue que habían abierto recientemente en Salceda. Llamo para ver si tenían habitación, me contesta un hombre que me responde: sí, tenemos una habitación, ¿A qué hora llegaría? Pues pienso que cerca de las 5pm, ya que estoy a unos 5km –respondo-. Está bien, la esperamos –indicó- , deme su número de teléfono para contactarla si es necesario. ¡Increíble!, las casualidades no existen, esto es una causalidad -reflexiono-.
Sigo pausadamente hasta Salceda. Ya las 5pm y aun me falta cerca de 1km. Me llaman del Albergue: ¿Todo está bien?; sí, claro –digo- ya casi llego.
Al salir del sendero, se abre una avenida principal donde pueden verse un puño de casas al otro lado, rodeadas de un inmenso verdor y flores. Siento tranquilidad, falta poco para descansar. Veo el nombre del albergue “Alborada” en la puerta de una casa blanca en plena orla de la avenida; me dirijo a ella, entro y me asombro de la belleza de los detalles. Me dan la habitación; me piden dejar los zapatos y el impermeable en un lugar reservado para ello.
Me ducho y salgo a comer a un restaurante cercano. Los peregrinos, se saludaban de una mesa a otra. Las risas llenan el lugar; no cabía dudas que faltaba poco para llegar. Me acomodan en una mesa, pido mi cena. No pasaron 10 minutos cuando los vecinos españoles de la mesa contigua me pidieron unirme a su algarabía. Alemanes, Ingleses, Estadounidenses, Españoles… un festín de culturas e idiomas.
Un alemán en la mesa de al lado, que solo hablaba su idioma natal, disfruta la jarana y nos convida a una copa de aguardiente. Llegan las 8pm; cada quien se dispone a salir del lugar para reposar y continuar al día siguiente.
Arriban las 6:30am, la neblina se ve por la ventana; el frío acomete. Salimos por la puerta de atrás del Albergue tomando nuestros enceres. Desayuno unas frutas y galletas, esperando encontrar más adelante un lugar donde tomar el respectivo café de la mañana.
De Salceda a O Pedrouzo solo quedan 7km aproximadamente, así que en al menos 2 horas será la próxima parada.
Avanzo por el borde de la avenida y me adentro en un sendero a mi derecha, pasando junto al recuerdo al peregrino Guillermo Watt, que falleció en este punto. La vegetación vuelve a ser la pauta. Más adelante, regreso al pie de la carretera. En medio del trayecto hay un merendero con una fuente y un molino de viento que recuerda al de las granjas americanas. Después cojo una pista que desciende bajo un seto de eucaliptos. Después, al llegar a Santa Irene, visito su ermita y su fuente barroca.
Luego de unas horas, se abre a nuestro paso una vía asfaltada, acompañada de letreros avisando la llegada a O Pedrouzo. Veo un Bar a lo lejos y me dispongo a tomar café e ir a los servicios sanitarios. Se aproximan más peregrinos que continúan por la trocha contigua hacia Santiago. Me tomo unos minutos, recojo la mochila y prosigo el camino.
A unos 500 mts me consigo con una pareja de brasileros que venían de Arzúa. Discernimos sobre el camino, las personas y la vida. Pasamos por veredas cuyos arbustos se habrían a nuestro paso. Carballos autóctonos y eucaliptos reforestados a granel nos acompañan y eventualmente dan entrada a viviendas pintadas de blanco enmarcadas sobre guijarros y tejados rojizos.
La subida continúa durante más de kilómetro y medio pero se torna mucho más asequible. Ya no nos extrañamos al ver la valla de separación repleta de pequeñas cruces. Forma parte de la peculiaridad de la peregrinación. Un monolito esculpido con el bordón, la calabaza y la vieira anuncia la entrada en el municipio de Santiago.
La pareja había pautado quedarse en Lavacolla, para llegar temprano al día siguiente a Santiago de Compostela. Me dan el número telefónico de su Albergue, al que me dispongo a llamar para determinar si hay disponibilidad. Me dan la indicación que está a unos 5km luego que veamos el Aeropuerto.
Rodeamos la periferia del aeropuerto, dejando a mano izquierda varias hileras de balizas y después de cruzar una carretera secundaria entramos en San Paio. Afrontamos una breve vertiente por pista asfaltada y tomamos la vía de la derecha, que desciende. Tras salvar la variante por debajo seguimos descendiendo. Después de una curva cerrada llegamos a Lavacolla, donde se ubica el río Sionlla conocido como arroyo de Lavacolla, lugar donde los peregrinos se despojaban de sus sucias vestimentas y se lavaban en vista de su próxima llegada a Santiago.
Cada quien se dispuso a su habitación para refrescarse. Ya a estas alturas la rodilla volvía a molestarme.
Pasadas las 4pm me dispongo a ir al restaurante y pedir mi almuerzo-cena. Un caldo gallego, acompañado de pan; pescado de la zona con vegetales al vapor y una copa de vino.
Salgo del Albergue a conocer un poco el poblado y a reponer mis insumos. Ya no me extraña ver pequeñas iglesias acompañadas de cementerios aledaños, típicos de las aldeas por las que anteriormente había pasado. En una lápida un mensaje que me llama la atención: “Aquí se acaba la riqueza, el orgullo y la vanidad”. Una frase que amerita una real reflexión.
Me despierto, me asomo en la ventana y está cayendo un chaparrón. Me acomodo y salgo inmediatamente. Sigo las flechas y me adentro de nuevo a un trayecto con un vasto follaje que bordea un río.
Luego de unos minutos se inicia una pista asfaltada rodeada de viviendas de fachadas blancas cuyo ramaje lindante es atizado por las gotas del rocío matutino. A lo lejos se avista la subida que finalizará en el esperado Monte do Gozo.
Giro unos 90 grados a la derecha y continúo hasta la urbanización San Marcos, antesala del Monte do Gozo. En lugar de seguir de frente me desvío para subir al monumento erigido en el año 1993, mismo año que se inauguró el cercano albergue de peregrinos, el más grande de todo el Camino que es capaz de recibir hasta 300 personas un año normal y hasta 800 un Xacobeo. Desde este punto es la primera panorámica de Santiago y su catedral.
A esta hora de la mañana no había conseguido ningún bar o tienda abierta. No obstante, justo en frente de la Capilla del Gozo, que se encuentra al bajar del monumento, abren un pequeño quiosco en el que nos aglomeramos algunos peregrinos a tomar el café tan anhelado. Retomo el camino y me dirijo al tan esperado Santiago de Compostela.
Inicio un descenso prolongado en que pueden avizorarse varias avenidas y edificaciones. En este punto, unos peregrinos tomando fotografías en solitario; me ofrezco en tomarles las fotos y me doy cuenta que son brasileros. Un hombre de 73 años y una mujer de unos 54 años de edad.
Empezamos a conversar sobre la belleza de los paisajes y la experiencia maravillosa por la que estábamos pasando; verdaderamente sentimos que nos conocíamos hace mucho tiempo atrás e iniciamos una amistad en la que no nos separará ni el tiempo ni la distancia.
Bajamos hasta un tramo de escaleras. Acto seguido salvamos por un puente la autovía y las vías adyacentes, progresamos de frente por la prolongada avenida. De pronto vemos el letrero que da la Bienvenida a Santiago de Compostela. Fotografías van y vienen; el entusiasmo se apoderó de nosotros a pesar que faltaban aun unos 3km para llegar a la Catedral.
Entramos en el casco histórico para luego subir hasta la Praza de Cervantes y a continuación a Praza da Inmaculada, donde se localiza el monasterio de San Martín Pinario. Posteriormente, pasamos bajo el Arco del Palacio por un pasadizo, donde se reúnen a tocar los músicos callejeros, para acceder a la Praza del Obradoiro donde la aventura finaliza. Las Gaitas Gallegas, que nos dieron la bienvenida, no se borrarán de mi memoria.
Mientras nos quitamos la mochila, nos encaminamos al centro mismo de la plaza. Agitación, abrazos y lágrimas; risas por doquier. Las fotografías no se hacen esperar. Saludamos a otros peregrinos con los que habíamos coincidido. Realmente es difícil no emocionarse.
Nos colocamos las mochilas de nuevo y nos dirigimos a la Oficina de Acogida al Peregrino. Allí rellenamos un pequeño formulario, nos colocan el sello de Santiago en la credencial, nos dan la Compostela y el Certificado de Distancia. El dolor en las piernas, rodillas y pies se había disipado por la emoción, quedando una gran gratificación.
Finalmente, entramos a la Catedral, luego de dejar nuestras mochilas en unos lockers de un establecimiento adyacente, debido a que no es permitido entrar con ellas. Pasamos por la parte trasera del altar donde se encuentra la estatua románica de Santiago, en la que los peregrinos pasan uno a uno en el llamado abrazo al Apóstol. Posteriormente, inicia la misa del peregrino de las 12m en la que se da las gracias a Dios por las experiencias vividas a lo largo de la aventura y por haber alcanzado la meta. La cantidad de personas es abrumadora; expresiones de regocijo y júbilo.
El botafumeiro, enorme incensario usado desde la Edad Media como instrumento de purificación, empieza a balancearse de un lado a otro. Las plegarias en latín llenan cada rincón. Varios sacerdotes agradecen y bendicen, en diferentes idiomas, a los peregrinos asistentes.

Llegar como peregrino a Santiago de Compostela es una experiencia extraordinaria; pienso que por muchos viajes que hayamos realizado alrededor del mundo, pocos son comparables a este. Es algo que no puede describirse con palabras.
Nuestro nivel de conciencia se expande y se abre el camino del “despertar”.
Encuentras personas tan especiales, con tanto magnetismo, que desprenden tanta buena vibra, que acabas reconciliándote con la humanidad. Observas individuos de diferentes edades, sobre todo mayores de 70 años, como evidencia de que las limitaciones solo existen en nuestra mente. Todo en nuestra vida puede lograrse, solo es necesario confianza, optimismo y fe.
Vive la vida, no los miedos o las creencias propias o de otros.
Rita César
Una portuguesa viviendo en un hermoso país, Venezuela.
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